El desafortunado dueño de San Francisco
Nos hallamos en el año 1834. Un barco de vapor americano zarpa de El Havre hacia Nueva York. Entre los tripulantes se encuentra Juan Augusto Suter, nuestro protagonista, que huye de la justicia europea acusado de quiebra fraudulenta. Después de varios negocios como tendero, dentista, tabernero o traficante de drogas, y finalmente se estabiliza como dueño de una pequeña granja en Missouri. Allí pudo vivir el resto de su vida tranquilamente, pero su sed de dinero y ambición le llevó a trasladarse al lejano Oeste, a las ricas y poco conocidas tierras de California junto a cinco misioneros, dos oficiales y tres mujeres. Debido a las penalidades de ese tiempo, las mujeres sucumben y los misioneros y los oficiales se niegan a proseguir y Suter, sigue solo su camino hacia esa tierra prometida.
A bordo de un miserable velero surca el Pacífico hacia las islas Sandwich, para dirigirse después a las costas de Alaska y desembarcar en una región abandonada conocida como San Francisco, un misero pueblecito de pescadores que lleva e nombre de la misión de los franciscanos. Suter, alquila un caballo y se dirige al fértil valle de Sacramento y sigue cabalgando hasta Monterrey donde le expone sus planes agrícolas al gobernador quien le hace una concesión para diez años.
Ya en 1839, nuestro protagonista se dirige por la orilla del río Sacramento y junto una nombrosa expedición hacia ese lugar que él llamará Nueva Helvecia en honor a su patria. Dejan atrás una devastadora estampa de bosques que han quemado para construir almacenes, pozos, empalizadas y casas. La tierra, que no necesita ser arada, recibe las semillas amorosamente y numerosos colonos abandonan las misiones vecinas para añadirse a la floreciente Nueva Helvecia, que se desarrolla de manera fantástica. Suter es proveedor de Vancouver, las islas Sandwich y de todos los veleros que hacen escala en California. Todo marcha perfectamente para Suter que se convierte poco a poco en uno de los hombres más ricos del planeta y Estados Unidos adquiere aquella descuidada provincia hasta entonces de posesión mejicana.
Nos encontramos en una fresca mañana de enero de 1848. De repente, un día, se presenta en casa de Suter su carpintero, parecía muy excitado. Suter se sorprende, pues el día antes le mandó a una de sus granjas a instalar una sierra mecánica. El hombre, una vez solos, le muestra un puñado de arena brillante, pero no es arena brillante sino pequeñas pepitas doradas lo que reluce. Nuestro protagonista hace analizar esa extraña arena y confirma las sospechas de su carpintero, es oro. Enseguida marcha hacia la granja y comprueba con que facilidad obtiene el oro al secar el canal, es el hombre más fabulosamente rico del mundo. Suter reune a los pocos blancos que convivían con él y les exige su palabra de honor de que no contaran nada. A los ocho días, el secreto ya se ha divulgado, una mujer (sí, una mujer...) se lo contó a un vagabundo y los hombres que estaban con Suter dejan de trabajar para obtener oro, la gran granja, el proyecto desaparece y como una plaga empieza a llegar gente del Este hacia la tierra prometida. Nadie se atreve a oponerse a aquellos exasperados hombres que matan las vacas de Suter, aplastan cultivos y derriban graneros para construir sus viviendas. En pocos días, el hombre más rico del mundo es de los más pobres, como el rey Midas, se ahogó en su propio oro.
Corre el 1850, California está incorporada ya a los Estados Unidos del Norte de América. El orden impera en el país del oro y es entonces, cuando Juan Augusto Suter se presenta haciendo valer sus derechos. La ciudad de San Francisco le pertenece, ha sido construida sobre sus tierras, y en 1855 el juez Thomson, el primer magistrado de California, reconoce oficial y jurídicamente los derechos de Suter. Vuelve a ser el hombre más rico del mundo. Pero una vez más, el destino le asesta un nuevo golpe. Al divulgarse la noticia, estalla un impresionante motín en SF y en todo el país, asaltan el Palacio de Justicia y le prenden fuego, matan al juez Thomson y a uno de los hijos de Suter mientras una multitud destruía sus propiedades y robaban su dinero. Nuestro protagonista, milagrosamente se salva, pero no puede soportar este duro golpe y al ver morir sus hijos y su mujer, su cerebro se desequilibra.
Durante 25 años, vaga por los alrededores del Palacio de Justicia de Washington, tratando de reclamar lo que es suyo. Ya no quiere el dinero, odia el oro, únicamente hacer que prevalezca su derecho. Los funcionarios que lo conocen como "El general", lo mandan de un lugar a otro durante años fingiendo dar importancia al asunto, menospreciando al propietario de la tierra más rica de ese continente. Un 17 de julio de 1880, en la escalinata del Congreso, Suter, sufre un infarto que pone fin a todas sus miserias y a esa historia única que pocos quisieron creer.
Todavía hoy no se ha hecho justícia, sin embargo, un artista de nombre Blaise Cendrars, ha concedido al olvidado Juan Augusto Suter aquello a que tenía derecho y por lo que luchó toda su vida, el imperecedero recuerdo de la posteridad, el derecho a no ser olvidado.
Nos encontramos en una fresca mañana de enero de 1848. De repente, un día, se presenta en casa de Suter su carpintero, parecía muy excitado. Suter se sorprende, pues el día antes le mandó a una de sus granjas a instalar una sierra mecánica. El hombre, una vez solos, le muestra un puñado de arena brillante, pero no es arena brillante sino pequeñas pepitas doradas lo que reluce. Nuestro protagonista hace analizar esa extraña arena y confirma las sospechas de su carpintero, es oro. Enseguida marcha hacia la granja y comprueba con que facilidad obtiene el oro al secar el canal, es el hombre más fabulosamente rico del mundo. Suter reune a los pocos blancos que convivían con él y les exige su palabra de honor de que no contaran nada. A los ocho días, el secreto ya se ha divulgado, una mujer (sí, una mujer...) se lo contó a un vagabundo y los hombres que estaban con Suter dejan de trabajar para obtener oro, la gran granja, el proyecto desaparece y como una plaga empieza a llegar gente del Este hacia la tierra prometida. Nadie se atreve a oponerse a aquellos exasperados hombres que matan las vacas de Suter, aplastan cultivos y derriban graneros para construir sus viviendas. En pocos días, el hombre más rico del mundo es de los más pobres, como el rey Midas, se ahogó en su propio oro.
Corre el 1850, California está incorporada ya a los Estados Unidos del Norte de América. El orden impera en el país del oro y es entonces, cuando Juan Augusto Suter se presenta haciendo valer sus derechos. La ciudad de San Francisco le pertenece, ha sido construida sobre sus tierras, y en 1855 el juez Thomson, el primer magistrado de California, reconoce oficial y jurídicamente los derechos de Suter. Vuelve a ser el hombre más rico del mundo. Pero una vez más, el destino le asesta un nuevo golpe. Al divulgarse la noticia, estalla un impresionante motín en SF y en todo el país, asaltan el Palacio de Justicia y le prenden fuego, matan al juez Thomson y a uno de los hijos de Suter mientras una multitud destruía sus propiedades y robaban su dinero. Nuestro protagonista, milagrosamente se salva, pero no puede soportar este duro golpe y al ver morir sus hijos y su mujer, su cerebro se desequilibra.
Durante 25 años, vaga por los alrededores del Palacio de Justicia de Washington, tratando de reclamar lo que es suyo. Ya no quiere el dinero, odia el oro, únicamente hacer que prevalezca su derecho. Los funcionarios que lo conocen como "El general", lo mandan de un lugar a otro durante años fingiendo dar importancia al asunto, menospreciando al propietario de la tierra más rica de ese continente. Un 17 de julio de 1880, en la escalinata del Congreso, Suter, sufre un infarto que pone fin a todas sus miserias y a esa historia única que pocos quisieron creer.
Todavía hoy no se ha hecho justícia, sin embargo, un artista de nombre Blaise Cendrars, ha concedido al olvidado Juan Augusto Suter aquello a que tenía derecho y por lo que luchó toda su vida, el imperecedero recuerdo de la posteridad, el derecho a no ser olvidado.